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miércoles, 14 de diciembre de 2011

NO AL EXILIO GAY DE SAN PEDRO, NO A LA DISCRIMINACIÓN CAMUFLADA:

Ser gay en un pueblo chico

Dos chicas se rozan, se olfatean, se adivinan. El mundo parece un lugar ajeno, ellas bailan solas, se descubren iguales o casi diferentes, el lugar está repleto de gente, pero ellas se sienten solas, por eso bailan, por eso se miran, por eso se desean. En la semioscuridad que da el humo y el anonimato, las chicas se buscan y se encuentran. Pero la noche termina, la luna se guarda los besos para otro día y de nuevo a la cama, solas, separadas, con el deseo latiendo entre las piernas.
Es de día y hay que ocultar, hay que mentir, disimular, aparentar. Los pueblos no son aptos para homosexuales, la sociedad no quiere mirar, no le gusta, dios y la virgen son testigos, y tienen sus verdugos controlando la ciudad. Lo cierto es que no hay nada dramático, ni espantoso, ni extraordinario detrás del velo que cubre lo gay, entonces ¿por qué tan poca visibilidad gay en ciudades chicas?. No se trata de salir corriendo a gritar “soy gay!”, ni colgarse un cartel con idéntica frase en la frente; pero ¿dónde están los espacios para que dos chicos puedan besarse libremente?, ¿para que dos chicas caminen de la mano sin ser observadas?. Sepámoslo, los pueblos y ciudades chicas rebalsan de gays y lesbianas.
Ser homosexual en un pueblo es como ser zurdo en un mundo de diestros, ser enano en un país de gigantes, ser serio en un universo de divertidos; y todos los diestros, los gigantes y los divertidos son daltónicos en un mundo lleno de colores.
Ser gay y no morir en el intento –suena a cliché y esa es la cuestión-, en los pueblos de la República y en las ciudades con alma de. No es novedad, la comunidad gay está en aumento y la invisibilidad es la cruz a cargar por los homosexuales de ciudades chicas.
No es lo mismo ser gay en Rosario, Capital Federal o Córdoba, que serlo en una ciudad chica, donde todos -o muchos- conocen tu nombre, tu familia, tu historia (y si alguien no la conoce, siempre existe el primo del amigo de tu hermano que sí). Esa familiaridad constante que para muchos puede significar contención, para tantos otros no es más
que una opresión eterna. Por eso muchos eligen el exilio a grandes urbes, ahí donde las sexualidades comienzan a ser un fenómeno de libertad. Mudarse de un pueblo a una jungla de cemento es complicado, pero muchas veces suele ser la mejor solución contra la homofobia de añejas raíces. Del “qué dirán” al “qué me importa” sólo hay unos kilómetros
de distancia, la primera frase bajo la atenta mirada de una ciudad que vigila y, muchas veces, corrige -o eso intenta-; y la segunda, bajo una ciudad que transforma al sujeto en apenas una célula anónima entre la multitud, y entonces el ‘qué me importa, si nadie me conoce’ se convierte en un juego peligroso y vivaz. ¿Y qué hay de aquellos que no pueden irse? ¿que no quieren irse?, una posible enmascarada soledad y un arduo trabajo que consiste en afinar el ojo, solamente para detectar pequeños detalles en otros humanos con iguales placeres.

Invisibilidad
En una cultura machista, sexista y heterosexual como la que vivimos, a una persona se le dificulta construirse plenamente como sujeto sexuado, porque para hacerlo requiere no sólo de una decisión personal sino de una consolidación social con la que le es difícil contar hoy (por eso muchos eligen irse); y es a través de esa consolidación donde el sujeto podrá fundar su identidad. Ya sabemos que lo que no se nombra no existe, y quizás sea hora de empezar a nombrar, aunque aquella consolidación esté lejísima de nuestra sociedad.
Reconocerse gay en una ciudad chica equivaldrá a la etiqueta de “el puto” o “la lesbiana”, no importa el nombre, siempre será “la que atiende la caja de… que es lesbiana, viste?” o “el peluquero de la calle tal, que es re puto”. En las ciudades pequeñas, la mayoría de los homosexuales desarrollan estrategias de supervivencia. Algunos se casan, otros estacionan su auto a dos cuadras de la casa de su amante para que ningún vecino registre ese encuentro (cual amantes heterosexuales), y como última instancia de amor, muchos recurren a las relaciones virtuales por Internet.
Los gays son invisibles. En las ciudades chicas a los homosexuales no se los ve, se los sospecha. Pasan a nuestro lado y se susurra, se habla de aquel “trava”, de ese médico que nunca se casó y por eso se murmura, y no falta esa profesora de gimnasia de la cual todo el mundo comenta. Cuando el dedo acusador deje de someternos a esa ficticia vergüenza, los pueblos serán ciudades (todavía hoy se mantienen vigentes, en muchas provincias, códigos de faltas y contravenciones dictados por gobiernos militares que asocian homosexualidad con delito).
La visibilidad gay no es un asunto de exhibicionismo, sino de actitud política, y mientras esa visibilidad no se haga elocuente en las ciudades chicas, muchos de nuestros adolescentes seguirán sintiéndose extraños, bichos de otro planeta, intentando ser corregidos por una sociedad que no duda en rotular de maricón o marimacho, sin tener en cuenta la estigmatización que eso conlleva.

M. Laura Flores